La era de las brujas

Foto: http://colegiosanfranciscodeasisschamann.blogspot.com.es/

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     Aquellas dos mujeres, a las que acabaron por quitarles el nombre y desaparecerlas en el zaguán oscuro de la memoria, se conocieron de jóvenes. En el tiempo en que las distancias se salvaban a pie y la vida transcurría monótonamente lenta. Los ojos miraban al horizonte cuando descansaban de mirar a la tierra, cuando dejaban de estar agachados. Y esa visión, esa línea azul, salada, que se aleja cuanto más te acercas a ella, como las utopías de Galeano, es la que alimentaba las esperanzas.

     Fue en la época en que la estela del sol de noviembre traía historias de lugares donde el horizonte dejaba de ser azul. Fantásticas. Mágicas. Llenas de gentes en ciudades grandes. Con apoteósicas maravillas naturales. Tierras de riqueza.

     Con ellas soñaban.

     Las historias andaban por las veredas, contagiando sueños, y aquellas dos mujeres jóvenes, que compartían agua en el viejo lavadero, se habían aficionado a cazarlas. A ponerle trampas para que llegaran hasta ellas y guardarlas hasta el atardecer, para contárselas en la era de La Punta.

     Allí se citaban, las dos, los sábados, para poner en común los botines semanales. Iban depositando, una a una, sobre la laja grande, las historias cazadas. Y en aquella piedra ennegrecida iba naciendo la vida misma, la que nos mantiene en pie, la que nos impulsa a crear, a ser libres. En las primerizas horas de la noche, la imaginación se desperezaba y recorría el perímetro de la era, convirtiéndola en un círculo mágico, impenetrable, que solo a aquellas dos mujeres pertenecía.

     Se alimentaban con esa energía invisible y le ponían calles a las ciudades que venían del oeste y le pintaban selvas a los inmensos lagos de continentes aún por explotar. Vestían a sus habitantes y los arropaban con leyendas. Historias de barcos y tempestades, de brujas que las hacían reír a carcajadas. De mujeres con amantes apasionados y que se transforman en burras negras que cocean a sus maridos. Eran solo historias, pero les divertía armarlas y guardarlas en sus memorias, para que las calentasen cuando estuvieran solas.

     Algunas veces eran ellas las que tenían que calentar el círculo. Entonces recogían leña y hacían nacer un fuego que alumbraba sus rostros. Sus miradas abrían, de nuevo, las ventanas de sus sueños.

     Así, cada sábado, las llamas de la era, que se veían desde el pueblo, calentaban el alma de aquellas dos mujeres sin nombre. Hasta que un día sucedió. Embelesadas por la historia de un amor prohibido, se besaron y en sus cuerpos se abrió una ventana nueva.

     Siguieron yendo a la era, a contarse historias y a cultivar amores. Aún cuando los rumores empezaron a caminar, también, por las viejas veredas de la Isla. Aunque pronto se volvieron más persistentes, acusatorios, engrandecidos hasta alcanzar el tamaño de los monstruos. Ahora el círculo del odio, la espiral finita de la muerte, las asfixiaba en cada hora de cada día.

     Así, sin oxígeno para ser libres, se citaron el último sábado en la era. Se amaron intensamente, derramando hasta el último átomo de su pasión y, acto seguido, se cogieron de la mano y caminaron hasta el final de La Punta. Se lanzaron al vacío. Se desriscaron por el alto acantilado en busca de su última aventura. De su aventura eterna.

     Al día siguiente, en la misa dominical, el púlpito habló. Y señaló con el dedo a los infiernos y sentenció que aquel círculo mágico, el redondel de las historias que nutrían el amor y las vidas de aquellas dos mujeres, no merecía otro nombre que el de “la era de las brujas”.

     Y con esa denominación quedó. Para siempre.