Palabras majoreras

Foto: daquiaqui.wordpress.com

     Arriba, en el Morro de la Galera, en los largos llanos de Fuerteventura, un hombre, con las manos duras como piedras, se esmera en dejar su palabra clavada en esa tierra que lo cobija, que lo alimenta y que lo hace ser feliz. Son palabras suyas, porque le vienen de antes, de las conversaciones de cuando chico, en aquellas largas tardes de los meses de más luz.

     Las oía de sus padres y de todos los que habitaban la zona. Por eso, desde que tuvo fuerzas, empezó a subir al Morro para tratar de inmortalizarlas allí. El majorero no es un artista, ni tratará de dejar su firma, porque sus manos o su ingenio poco importan. Solo es un tributo eterno a su forma de entender su mundo, su trozo de firmamento, su propia identidad.

     Allí arriba, antes que él, subieron otros y rasparon las rocas para que de ellas saliera un barco, de madera y grandes velas de telas, o para que salieran otras palabras que se reflejaran en el espejo de las tardes de plata o dibujos que le salían del alma. Y después que él también subirían otros. ¿O quizá fuese él el último?

     El majorero, cuando se hace la noche y las tímidas estrellas se aparecen, se baja del Morro, porque es hora de dormir y también porque tiene ganas de ver a los suyos. Volverá a subir otro día y nunca sabrá que, en realidad, lo que allí escriba sólo a él le pertenecerá. Los que vinieron después prohibieron esa lengua y su forma de vestir y hasta sus más sagradas referencias. Solo sus palabras quedaron marcadas en aquella montaña. Allí, desafiando al futuro, diciéndole a su cachito de cielo y su otro de tierra, que un día ellos pudieron cuidar de sus ganados y elegir  a sus jefes y hablar en las asambleas. Así, libres. A su modo.

     Nadie conoce ya el significado de las palabras de aquel hombre de manos duras. Su corazón, sus sentimientos, su dignidad, ahora ya sólo son materias de controversia científica, de la prehistoria.

     Para muchos, por esas palabras nos siguen hablando los abuelos de nuestros abuelos. Los que nos llevan de la mano para acariciar a la madre tierra de la que formamos parte, al principio de nuestra memoria, esa que nos viene enriqueciendo desde hace más de dos mil quinientos años.