Lágrimas que mojaron la tierra

          Se contaban por miles. Eran negros, guanches, bereberes, indios.    Andaban por todos lados. Cavando viña, cortando caña, sirviendo a los señores, subastándose en los mercados. El poder los necesitaba para seguir de poder por vida. Estaban en las grandes haciendas, en las iglesias y conventos y en las casas de los curas, en los ingenios y en los cuartos más lúgubres de las “casas principales”. Trabajaban sin descanso y las mujeres eran obligadas a procrear, porque eso significaba más dinero. Eran violadas y su esperanza, su gran esperanza, era, simplemente, ser libres.

     Ellos también fueron nuestros abuelos. Eran, en alguna ocasión, más del quince por ciento de los canarios en el primer siglo de colonización europea. Pero nadie nos habla de ellos, de las millones de lágrimas que cayeron en nuestro suelo intentando mojar la tierra para que creciera la dignidad perdida. De la tristeza de sus ojos, de la rabia que se acumuló en su frente, de la agonía de morir esclavo y saber que sus hijos también lo serían. La libertad es la sangre que mueve el hilo de la conciencia. Sin ella, nos marchitamos. Es una necesidad vital del ser humano. Ahora y en el siglo XVI.

Escucha este texto en la voz de Pavlos Pantazoglou

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